Cuando desperté en la mañana, temprano como siempre y porque debíamos madrugar, estábamos navegando cerca a un archipiélago de islas rocosas, un mar turquesa y cristalino que auguraba llegar a un idílico sitio. Desayuné solo y desde el mirador del restaurante me tocó el ingreso a la isla de Santorini. Todos hemos visto miles de imágenes de islas en Grecia, con casas blancas de techos abovedados, en escarpadas montañas, turistas y esas fueron las primeras imágenes que vieron mis ojos.
Santorini es, en esencia, lo que queda de una enorme explosión volcánica que destruyó los primeros asentamientos existentes, haciendo desaparecer gran parte del territorio de la antigua isla y provocando la creación de la caldera geológica actual. Una gigantesca laguna central, más o menos ovalada, y con unas medidas de unos 12 por 7 km, está rodeada por tres lados por altos acantilados de unos 300 metros de altura. Las pendientes de la isla descienden desde lo alto del acantilado hasta el circundante Mar Egeo. En el cuarto lado, la laguna está separada del mar por una isla mucho más pequeña llamada Therasia; la laguna se une al mar por dos sitios, al noroeste y al sudoeste. Las aguas en el centro de la laguna tienen una profundidad de unos 400 metros, haciendo así posible la navegación de todo tipo de buques. Los puertos de la isla están todos en la laguna, y la capital, Fira, cuelga de lo alto del acantilado, sobre la ladera que desciende hasta la laguna.
Habitada al menos desde el 3.000 a. de C. por los fenicios, tiene su apogeo habitada por los Dorios del 2.000 al 1.550 a. de C., año que interrumpió su desarrollo debido a la tremenda y apocalíptica explosión del volcán. Existe una teoría, según la cual, en Santorini pudo encontrarse la perdida Atlántida. Existen numerosos científicos que así lo afirman. A los griegos al menos así les gusta creerlo.
Lo más bello del día fue la primera visita en la mañana al pueblo de IA, desde donde se dice se puede disfrutar del más bello atardecer, asomados desde el acantilado a las aguas del Egeo. Es un pueblo que conserva toda su tradición y autenticidad de ambiente tranquilo y sosegado, con las casas más bellas de intensos colores sobre la blanca cal, cúpulas, palacios y casas señoriales.
Posteriormente nos llevaron a visitar una bodega de vinos de la región donde degustamos un delicioso vino típico de la región, como vino de consagrar, queso de cabra, chorizo y un pan que parecía piedra pómez.
Terminamos el día en Fira, la capital, el cual es un bello pueblo y bien singular en esta isla del Egeo. Se encuentra construida y asomada sobre el extremo de un precipicio que mira sobre el hueco dejado por el volcán. Este hueco se conoce como Caldera, ahora ocupado por el mar. Tiene un pequeño puerto debajo que esta comunicado con Fira con un funicular o por una larga escala, 600 largos peldaños, que cuenta con el mas particular servicio de taxis, burros o mulos que circulan transportando a los turistas y ambientando con olores y cagajón que hacen este viaje peligroso y el cual por supuesto nosotros hicimos de bajada de regreso al barco.
La belleza de Fira puede deberse al contraste de la roca oscura del lugar con las blancas casitas de una arquitectura única, de casas pequeñas y como salidas de un cuento, sus cúpulas, sus pasajes (estrechos y laberínticos), sus multicolores ventanas y puertas de madera labrada. Destacan sus catedrales, tanto la católica como la ortodoxa y su museo arqueológico.
Muy buen final de este día que llenó todas las expectativas que teníamos de visitar estas típicas e idílicas islas del mar Egeo.
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